Un país de excéntricos y vanidosos

La vanidad del dinero 

El dinero no lo es todo. También están el oro, la platina y las propiedades”, parece que dijo con sorna tropical Antonio Carlos Jobim, el más genial representante de la Música Popular Brasileña. Y si en algún lugar del multiverso hubiera coincidido con Georgina Rodriguez, señora conocida mundialmente por ser la madre de la media docena de hijos de CR7, ésta habría añadido que tampoco hay que olvidarse de los bolsos, los aviones y los cochazos, como el Rolls Royce que le regaló a su novio las pasadas Navidades, momentazo que compartió, como no, con sus 43 millones seguidores de Instagram. Para qué sirve el dinero si no es para presumir de él. 
 

(Hanno, dibujado por Rafael. Sí ese)

Y es que la vanidad, el más deshonroso de los pecados, ha sido el combustible que ha convertido a las gentes más anodinas en personajes extravagantes, necesitados del aplauso y de la aprobación de terceros. Incluso nuestro Manuel I, el rey más rico del Renacimiento, fue incapaz de resistirse a la tiranía del espejo y aunque su corte era la más opulenta de Europa, se gastó un pasta gansa en 1514 enviando al Vaticano un cortejo compuesta por loros, monos, leopardos, caballos persas y hasta un elefante blanco traído de la India para presumir ante el Papa de su incalculable fortuna. En fin, los hombres y los problemas con el tamaño.
 

(Cuánto oro quieres)

Las minas de Brasil ayudaron a la monarquía portuguesa a posicionarse como la más gastosas y tontolabas del mundo civilizado, con palacios con cúpulas de oro y carruajes cubiertos de diamantes paseándose por una destartalada Lisboa del siglo XVIII. Pero las placas tectónicas ponen a todos en su sitio y Lisboa, la más vanidosa de las capitales del mundo, vio como en 1755 sus riquezas se convirtieron en escombros tras el más mortífero de los terremotos. Sobrevivieron la memoria, la cultura y el amor a la ciudad. Justo lo que no cuesta dinero.

La huella de los excéntricos 

En el siglo XIX Portugal olía a dinero. Impulsado por las políticas liberales del Fontismo, el Estado portugués se endeudó más allá de sus posibilidades construyendo puentes, carreteras y ferrocarriles mientras que nuevos bancos financiaban modernas infraestructuras que deberían llevar al país a un futuro glorioso y europeo. (Spolier, no pasó). Mientras, en las grandes ciudades florecía una nueva y riquísima burguesía de banqueros, industriales y millonarios, muchos de ellos retornados del próspero Brasil, donde habían encontrado la fortuna que Portugal les había negado.


(Show me the money)

Como muestra de este poderío, nuevos y opulentos palacios se levantaron por toda la geografía portuguesa, inundando el paisaje de exóticas fachadas, colores absurdos y una exageración que hizo explotar la cabeza a la conservadora clase alta portuguesa, que veía cómo incluso el emérito rey Fernando II se montaba un castillo de película Disney en medio de la Sierra de Sintra, al lado de extravagantes villas de inspiración italiana, palacetes moriscos y hasta un parque gigantesco dedicado al esoterismo
 

(Un chacelito en el Buçaco)

Pero no solo de palacios rococós vivieron estas modas tan cursis y románticas en el cambio de siglo. La Plaza de Toros de Lisboa, la bellísima sala árabe del Palacio de la Bolsa en Oporto o la estación de trenes de Rossio, todas ellas fueron fruto del revivalismo que triunfó a finales del siglo XIX en toda Europa y que culminó en la construcción del Gran Hotel de Buçaco, un festival de estilo neomanuelino que aún hoy flipa a los visitantes con sus azulejos, esmeraldas y muchas ganas de recordar un Portugal tan brillante que jamás volverá. 

São os loucos de Lisboa

Al gran Fernando Pessoa la literatura con mayúsculas le ha recordado como un intelectual zurumbático, condenado a la seriedad de sus heterónimos y a la grandeza del Sebastianismo. Pero poco se habla de la pasión de este señor de bigotito tonto por el ocultismo y de sus aventuras por las naves del misterio que le llevaron a ser el protagonista de una de las trolas más grandes del siglo XX
 

(Soy tan misterioso)

Mis intelectuales favoritos siempre han sido los más sinvergüenzas. En el año 2000 João César Monteiro, considerado uno de los más inteligentes cineastas portugueses, escandalizó al país cuando presentó una película de dos horas totalmente rodada a negro, pagada, eso sí, con dinero público. Parece que las excentricidades se soportan sólo si no cuesta dinero al contribuyente.
 


Y es que reconozco que siempre he sentido debilidad por las personas que hacen del sentido de humor el sustento de su vida. Y Manuel João Vieira, líder de los incombustibles Irmãos Catita, es para mí el portugués más lúcido, gracioso y valiente, capaz de abrir bares en lugares imposibles, dar clases en institutos y, por qué no, presentarse como candidato a la presidencia de la República. Con gente así, no puedo sentirme más orgullosa de ser portuguesa.

Viva el 2023

Empieza un nuevo año y todo puede salir bien, Viva el mañana! Mientras no llega el futuro puedes ir reservando mesa (y una feijoada à trasmontana) en el restaurante Dom Rodrigo, en Pinto.

Y aquí dejo mis entrevistas en Radio Nacional de España y en ileón. A ver si la única vanidosa puede ser Georgina.

Y mola irme con esta versión tan chula de la "Canção do Engate" de Antonio Variações, cantada por el elegante Tiago Bettencourt. Ya sabes, vem que o amor não é o tempo, nem é o tempo que o faz....
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Obrigada por leres esta carta. Te escribo dentro de quince días.
Rita Barata Silvério
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